Rodolfo Fogwill
Rodolfo Enrique Fogwill, más conocido como simplemente Fogwill, nació en Buenos Aires el 15 de Julio de 1941. Es sociólogo. Fue profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, editor de una legendaria colección de libros de poesía, ensayista y columnista especializado en temas de comunicación, literatura y política cultural. El cuento Muchacha punk, que recibiera el primer premio en un importante certamen literario en 1980, lo hizo abandonar su carrera empresaria y comenzar, según sus palabras, "una trama de malentendidos y desgracias" que lo llevaron a su actual "oficio", el de escritor. Textos suyos integran diversas antologías publicadas en Cuba, México, España y Estados Unidos. Según la crítica, Fogwill es "dueño de un estilo que se maneja con igual soltura en la ternura y en la ferocidad y que no tiene quién le gane en su capacidad de intimidar, irritar, seducir, imponer respeto." De él se ha dicho además que es "uno de los narradores más originales de América Latina (Julio Ortega); "un escritor violento y nato que debería ocupar el tan disputado lugar que dejó vacante Roberto Arlt" (Héctor Libertella). Fogwill falleció el 21 de Agosto del año 2010.
Entre sus obras:
• El efecto de realidad (1979). poemas
• Las horas de citas (1980). poemas
• Mis muertos punk (1980). cuentos
• Música japonesa (1982). cuentos
• Los Pychyciegos (1983). novela
• Ejércitos imaginarios (1983). cuentos
• Pájaros de la cabeza (1985). cuentos
• Partes del todo (1990). poemas
• La buena nueva (1990). novela
• Una pálida historia de amor (1991). novela
• Muchacha punk (1992). cuentos
Rodolfo Enrique Fogwill
"Los pasajeros del tren de la noche"
Nadie conoce bien cómo se inició. La primera noticia se supo un jueves, pero eso no demuestra nada: las cosas pudieron comenzar días o semanas antes de aquel jueves de diciembre cuando el mayorista de cigarrillos y el vendedor de diarios de la estación dijeron que volvían los soldados y que esa mañana, un jueves al comienzo del verano, ellos mismos, juntos, habían visto con sus propios ojos a Diego Uriarte bajando del tren que lleva los tarros de los tambos y trae los diarios del día anterior y los paquetes con los pedidos de los mayoristas. Jiménez del quiosco de revistas y Kentros, el cigarrero, contaron la noticia esa misma mañana y por eso en el pueblo se piensa que fue aquel día que comenzaron a volver, pero todo bien pudo haber comenzado antes, el día anterior, o el jueves anterior, en otro tren, o en el mismo tren, que es el que llega de madrugada y sale de la capital cuando oscurece y por eso lo llaman el tren de la noche. Que habían visto a Diego Uriarte bajar del tren de la noche, que vieron cómo se despedía de un montón de soldados que llenaban el segundo vagón y que cruzó el andén con otros dos también vestidos con ropa de soldado. Que uno de ellos debía de ser Miguel Sanders —cree Jiménez— y que al otro, uno negro y menudo, ninguno de los dos lo reconoció, ni Jiménez ni Kentros. Eso contaron. Los tres muchachos, desde la punta del andén, se despidieron de los que pasaban pegados a las ventanillas del vagón saludando y mirando con curiosidad las calles principales del pueblo que ya estaban iluminadas por el sol, aunque los faroles de la plaza de la estación y los reflectores de algunas vidrieras seguían encendidos. Que los tres muchachos recién vueltos se separaron enseguida y que tomaron cada uno para su lado: Uriarte, por la calle principal, hacia su casa, el morocho que no era conocido trepó el camino de la vía, se fue yendo para el lado de las quintas, y el otro, que Jiménez dijo debía de ser Miguel Sanders, cruzó los terraplenes y enfiló para el lado de la mina de cal. Kentros a ése no lo reconoció, pero bien pudo ser el muchacho de Sanders, porque los Sanders viven atrás de la loma blanca, pasando la mina de cal, y para llegar a la casa de la madre de Sanders hay que seguir hasta el final por el camino de las caleras. Y esa mañana comenzó todo. A saberse comenzó todo, pero bien pudo haber comenzado antes, días atrás o semanas atrás. Esa mañana se lo comentó mucho porque los dos que estaban en la estación esperando la llegada del tren reconocieron a Diego entre los tres soldados que volvían, y Diego Uriarte era un muchacho conocido por todos, porque era el hijo del patrón del buffet del Club Social donde funcionaba el casino, porque había sido capitán del equipo de básquet y campeón de paleta, y porque en el pueblo todos estaban convencidos de que Diego Uriarte había muerto en el frente hacía dos años y hasta le habían hecho unas misas. Por eso, más que por otra cosa, corrió la voz y todos se acuerdan de aquel día y suponen que los soldados comenzaron a volver aquel jueves 5 de diciembre. Claro que nadie le iba a contar a Diego que lo estuvieron dando por muerto y que le habían hecho misas. Él ha de haber llegado a la casa del padre, se habrá quitado para siempre la ropa militar y en medio de la alegría de la familia y de la impresión por verlo vivo y de vuelta nadie ha de haberle comentado nada y se habrá ido a dormir, cansado del viaje, contento de acostarse por fin en una cama limpia después de tanto tiempo. En el centro, en la vereda de la confitería y en las mesas de juego del Club Social recién se lo vio aparecer por la tarde del sábado, cuando ya todos conocían que estaba vuelto al pueblo y estaban empezando a olvidar la historia de los homenajes y las misas. Aunque después no pudo haber faltado alguien que por curiosidad, o por hacer un chiste, hablara de las misas con él, o con los otros que siguieron llegando. Con Sanders no. Los Sanders viven del otro lado de la sierra, más allá de la mina de cal, y casi nunca bajan a este pueblo; hacen compras en el almacén de campo de Santiago Nasar y para fiestas y para bailes se van al otro pueblo, donde la madre de Sanders tiene las hermanas. Pero a Diego Uriarte o a cualquiera de los que volvieron después, no les debe de haber faltado el curioso, o el bromista, que les hiciera entender que todos en el pueblo, hasta las madres mismas, los habían estado dando por muertos. Hay cuestiones de lógica: a la madre de Federico Ortiz le consta que recibió telegramas de pésame mandados del ejército, con los bordes del papel teñidos de negro, y que después le vino el cheque con la indemnización para cobrar en el Banco Provincia. Si no todas, bastantes madres han de haber recibido cheques o telegramas por los parientes muertos. Es lógico: tarde o temprano, la madre de Ortiz, o la de Uriarte —si también ella recibió telegramas o cheques— o cualquier otra madre que hubiera recibido cheques o telegramas, debió de hablar con el hijo de la cuestión, y más de una habrá andado pensando si la plata del cheque —unos pesos miserables— no tendría que devolvérsela al gobierno. Pero no consta que la madre de Ortiz ni alguna de las otras lo hayan hablado con los hijos, ni con los conocidos de ellas ni de los hijos. A la cuestión de los telegramas y los cheques se la callaron, tal como se callaron muchas cosas las madres. ¿O fue que adivinaban todo desde el comienzo? Al comienzo fue el tren del 5 de diciembre, el primer caso que se conoció, aunque todo bien pudo haber comenzado antes. Después, durante aquel verano, los trenes de la noche del miércoles, que llegan siempre entre las cinco y media y las seis menos cuarto de la mañana de los jueves, siguieron dejando soldados de vuelta y muchas madres de soldados, que sabían que a los hijos los iban licenciando, se ponían desde temprano en los andenes a esperar y esperaban, y después, cuando el tren seguía viaje trepando despacito la cuesta de la sierra baja, quedaban en el andén un montón de mujeres llorando alrededor de unos pocos soldados muertos de sueño. Todas llorando: unas por la emoción, porque acababan de recibir al hijo, otras porque se habían puesto a esperar que de ese tren bajara un hijo que no les había llegado. La guerra tiene esas cosas. Y las madres, que son tan resignadas para traer hijos al mundo y para servir a los hijos de ellas y a los hijos de otras, no pueden resignarse cuando les falta un hijo, y siguieron yendo al andén de la estación a esperar y esperar, muchas con los maridos, o con los otros hijos civiles o con las nueras y los nietos, y así los jueves desde temprano la estación se llenaba de gente esperando la llegada del tren de la noche. Aunque las últimas semanas, para marzo, o abril, cuando vino la época de las lluvias, muy pocas madres esperaban porque ya a casi todas les había vuelto el hijo. El último soldado llegó a fines de abril, solo. Fue Sergio Guebel, hijo de los judíos de la semillería. En la estación estaban nada más que la madre de él, unas vecinas, la chica que había sido la novia y Jiménez y Kentros, el cigarrero, que hablaban de la guerra con el padre de Sergio, y contaron que el viejo fumaba un cigarrillo atrás del otro en el andén, empapado por la lluvia, esperando. Parece que Sergio Guebel bajó desde el segundo vagón, besó a la madre que lloraba llorando también él, no tanto por encontrarse con la familia sino por despedirse de los soldados que venían en el vagón con él, que habían hecho con él toda la guerra juntos y seguramente se bajarían en otros pueblos, en los últimos ramales de este ferrocarril. A la madre de Guebel no le habían dado pésame ni cheque. En cambio le había llegado una carta del Comando con felicitaciones, porque el hijo, decía la carta, había tenido una acción heroica contra unos tanques. Ver después a Guebel, con su uniforme holgado y viejo, los borceguíes deslucidos, sin medallas y sin siquiera una jineta de cabo o de sargento, hacía pensar que el telegrama decía eso como pudo haber dicho cualquier otra cosa. “Con lo ocurrido, ¿quién puede creer en lo que dicen los telegramas?”, pregunta Rienzi, uno que vio a Guebel por esos días en los que anduvo por el pueblo vestido de soldado hasta que le compraron ropa nueva y lo pusieron a trabajar en la camioneta del padre llevando bidones con fertilizantes, bolsas de semillas y comida balanceada para chanchos. La guerra es una cosa llena de errores. En la batalla del 22 de agosto, por ejemplo, artillería necesitaba bombardear una fábrica Dupont clausurada donde los enemigos almacenaban municiones y remedios, y bombardearon otra fábrica, la Dinam, porque en el plano viejo de la ciudad que estaban tratando de ocupar figuraban equivocados los nombres de las fábricas. ¡Quién sabe cuántos que estaban trabajando en la fábrica habrán muerto por el error de un dibujante que copió mal la guía de la ciudad...! ¡Cientos o miles de personas inútilmente muertas por un error del mapa! El cañoneo de la fábrica Dinam es un ejemplo: tanta destreza de los artilleros y tanto estudio del viento, la distancia, la curva de inercia de los proyectiles y los telémetros y los goniómetros, para volver escombros una fábrica equivocada... Pero la gente se acostumbra, se amolda. Lo mismo en las ciudades grandes, como en los pueblos chicos y en los pueblos medianos como éste, se amolda. Cayetano Sain, que hizo una fortuna como revendedor de flores de las quintas, lo explica así: “Yo estaba tratando de dejar de tomar. Tomaba todo lo que quería en las comidas —tomaba vino— pero no probaba un vermut ni una gota de alcohol fuera de las comidas. Un sábado fui a la confitería, a la parte de atrás, y me senté en la mesa de Jesús Noble, otro de los soldados vueltos. Ya había pasado mucho tiempo de la época de las llegadas del tren de la noche, pero a Noble no lo había vuelto a ver. Lo saludé como si nada. Él estaba amistoso conmigo, pero también me saludó como si hubiéramos pasado nada más que una semana sin encontrarnos. Quién sabe fue casualidad, quién sabe él de tanto ver gente en la confitería pensó que me había vuelto a ver también a mí. Tomaba vino blanco, yo me prendí. A la segunda vuelta ya estábamos contando cuentos y hablando de pavadas. Creo que tomé como diez vasos de vino, que no me hicieron nada. Él tomaba a la par, igual que yo. Estaba medio borracho, le costaba levantarse de la mesa y al hablar medio se le trababa la lengua. Pero a mí fue como sentarme con cualquier otro, como si hubiera estado mi capataz Rogelio en vez de él en la mesa. Se hace una cosa natural... ahora me doy cuenta, es la primera vez que lo hablo... ni a mi mujer se lo conté, ni a Graciela, de tan natural que me pareció verlo...”. Porque las costumbres pueden más que cualquier otra cosa. Según Pugliese, el martillero, las costumbres siempre acaban ganando. Cuenta que un día estaba con su socio viendo una chacra y que Avelino, el socio, quería ir a visitar a un cliente, pero él tenía que volver a la ciudad, entonces le dejó el auto porque Quirós, otro de los soldados vueltos, le ofreció arrimarlo con su camión, un Scania. Dice Pugliese que se sentó en el Scania y que no se hubiera acordado de nada si no fuese porque notó que en el parabrisas, colgada de la visera que en el camión se usa para tapar el sol, había una medallita de la guerra, esas de níquel con Cristo Vencedor y la cara del General grabada. Dice que se acordó, y que por un momento hasta sintió impresión: “Acuérdense —dice— de que yo era de la comisión del templo, así que estuve en todas las misas, contando la de él, la de Quirós”. Pero Pugliese se entretuvo tanto hablando con Quirós sobre radios y radioaficionados que se olvidó de todo enseguida y era como si el que manejaba el Scania fuese su propio socio, Avelino, y no un soldado vuelto. “Y ojo, que yo ya sabía por la comisión de la parroquia de lo que había pasado en los otros pueblos...”, aclara Pugliese. Aunque uno sepa todo, lo que más pesa es lo que hacen los otros: lo que los otros le colocan frente a los ojos es la verdad y lo demás no cuenta. Hasta Torraga, que no quería que su hija se casara con Horacio, un soldado vuelto con el que había ennoviado de chica, lo reconoce: “No es que pensara que mi chica no lo quería, o que el muchacho fuera malo. Pero cuando Horacio, que venía siempre a casa, me pidió de casarse con ella, le dije que lo necesitábamos pensar, porque yo ya había visto que la hija de Orlando se había casado con uno de los vueltos hacía tres años y no había tenido hijos. Y la partera, la viuda del doctor Álvarez, que después se casó con ese otro soldado vuelto, Márquez, hacía dos años que quería encargar y no quedaba, y eso que era partera. Era por ese miedo, no por desprecio del muchacho, por lo que le dije que lo tenía que pensar. Pero hoy en día nadie puede oponerse a que los jóvenes se casen, y si el padre se opone, es peor, se encaman en los moteles de la ruta, y los sábados cuando uno pasa por ahí los ve llenos de gente joven que va en los autos de los padres y uno mira la fila de coches estacionados y ya sabe quiénes son los que están ahí revolcándose entre las sábanas podridas...”, dice el vasco Torraga. Así son las costumbres y la gente se amolda, y más que lo que cada uno puede saber importa lo que los demás le muestran. Ahora se acepta que los jóvenes saquen el auto de los padres y se vayan con las chicas del pueblo al motel de la ruta, a medianoche, los viernes y los sábados, y a los mismos que cuando estaban de novios con la que ahora es su mujer ni se les hubiera cruzado la idea de hacer esas cosas dejando el auto a la vista de todos, frente a la ruta, ahora permiten que las hijas vayan al motel como quien va a la plaza. Y un hombre como Pugliese, que estuvo en la misa que le hicieron a Quirós y hasta Avelino sabe perderse las noches jugando al póquer con Diego Uriarte, que no se casó y es un timbero empedernido que derrocha en las mesas todo lo que durante el día se gana atrás del mostrador, en el buffet del mismo club. Tampoco ellos han hecho nada para llamar la atención. Nadie habla de que hayan disimulado, pero tampoco se ha visto que naciera de ellos algo que llamara la atención de la gente, como si ellos mismos hubiesen sabido —tal vez sabían— que con el tiempo todo el pueblo daría por natural tenerlos con ellos, a fuerza de amoldarse. Alguna vez se los ve juntos, de a dos, de a tres, por esas casualidades que suceden. Marina Echagüe una vez fue a la carrera de autos para llevar a los alumnos del instituto y vio que en la curva, donde la mayoría de los muchachos jóvenes quiere ponerse para ver cómo los autos preparados entran a toda máquina, clavan los frenos, rebajan a segunda y salen derrapando, estaba Federico Ortiz y que cerca de él estaba Diego Uriarte con una barra de hombres del Club Social, y que a un paso de allí también estaba Juan Molina, que era otro de los muertos de la guerra. Tal vez fuera casualidad, pero dice Marina que cuando la gente se adelantó para sacar el coche de Rubolino que se había ido contra los alambrados, los cuatro —Diego, Juan, Federico y Rubolino— quedaron juntos hablando entre ellos como amigos. Hay veces —fiestas de bautismos, inauguraciones de negocios, casamientos— en las que en un lugar cerrado se encuentran dos o más de ellos, y entonces no ha de faltar quien los mire hablar y divertirse entre ellos y vuelva a pensar. Mucho se pensó cuando se supo que esto no había pasado en otros pueblos. La noticia llegó por gente de la parroquia, que fue a una asamblea en Coronel Insúa, habló el tema y los de Insúa se asombraron, y entonces se pusieron a averiguar y todos terminaron sabiendo que nada más a este pueblo habían vuelto todos los soldados. En esos días dio ganas de mirar qué hacían ellos, si cabildeaban juntos, o comentaban entre ellos algo, pero nadie les notó nada diferente. Una vez más —se ve— confiaron en que con el tiempo también el hecho de que esto nada más ocurriera en el pueblo se iba a olvidar. Y tuvieron razón, porque con los años todo se olvidó. En un tiempo en el que muchas parejas se ponen a edificar casas, a hacer viajes afuera, y pasan la noche en fiestas para copiarse las costumbres y hacerse ver la ropa y mirarles a los otros la ropa o las cosas nuevas que siempre estrenan, las parejas sin hijos son cada vez más comunes y no es raro que ellos, que no son más que una parte de tantas parejas sin hijos que se la pasan mostrándose la ropa, tampoco tengan hijos. Total, chicos siempre siguen naciendo. Los que nacieron el verano cuando la vuelta de soldados comenzó, deben de andar ahora por los diez años y seguro que no saben nada de ellos. Para estos chicos, todo lo de la guerra es un cuento de viejos y cuando hablan con uno de ellos, cuando por caso los sobrinos de Ortiz o de Vigliani se quedan con el tío, juegan como si estuvieran con cualquier otro y los tíos los alzan en brazos, o los llevan al circo, a la calesita o al cine cuando hay películas permitidas como cualquier tío del pueblo se ocupa de pasear a los sobrinos chicos. Así estas criaturas crecen sin saber nada, iguales que los grandes, que saben, pero que andan por ahí sin darse por enterados de lo que estuvo pasando todos estos años. Por eso nadie los va a enterar, y los chicos van a crecer, van a vivir, van a hacer otros hijos y se van a morir sin saber estas cosas, aunque muchos se las escriban y las guarden para ver si pasados los años a alguien le pueden interesar. Morizzi es profesor en el colegio: llegó como suplente por unos meses, se entusiasmó y se quedó en el pueblo. Tiene diploma de filosofía, le gustan las letras y se pasa los días libres y las vacaciones juntando escritos de la gente y armando los concursos de la secretaría de cultura del municipio. Él puede confirmar esta impresión de que los chicos de ahora nunca van a saber lo que pasó. “Es —dijo una noche en el bar— como con los peces: podrán saber de todo, pero lo último de lo que un pez se entera es de que vive en el agua...”
—Hasta que alguien lo pesca... —razonó el turco.
—Claro —contestó él—, pero entonces ya es un pescado, y bien de poco le va a servir saber que se pasó la vida en el agua... Cuando no hay viento, en las noches sin viento de verano, y también en invierno, antes de las tormentas, desde cualquier lugar de la ciudad se puede oír el paso de los trenes. A las doce pasa el Norteño, iluminado, porque siempre va llevando turistas de lujo que justo en el momento de cruzar por el pueblo están de sobremesa en el gran coche comedor. A la una y media pasa el Rápido, un tren de carga que viene vacío y que a pesar del nombre pasa despacito para enganchar sin riesgo el cambio de las vías. A las cuatro está el Mixto, que sale a las seis de la tarde desde la capital, con vagones de carga y otros de pasajeros. Ése no para en el pueblo, pero el guarda saluda hamacando el farol verde y colorado cuando cruza por la casilla del señalero que le hace los cambios. Todo el pueblo conoce y sabe oír esos trenes y a veces da el temor, al despertar sobresaltado a medianoche, de que un tren que llega de repente no sea el Norteño, ni el Mixto ni el Carguero de las cuatro, y pueda ser un tren nuevo, viniendo en dirección contraria, y se pare en el pueblo soltando un largo pitido triste y vaya arrancando despacio, como con sueño, camino de la capital, y se los lleve a todos, otra vez, para siempre.