domingo, 28 de agosto de 2011

Adolfo Castelo

Adolfo Castelo

Adolfo Castelo eligió hacerle frente a la vida desde el humor. Se inició en el periodismo como colaborador de la Tía Vicenta, donde intentaba iniciar carrera como humorista gráfico. Landrú –editor de la revista– le recomendó escribir notas de humor político porque sus dibujos eran “pésimos”. Puesto a escribir, siguió su carrera en “Primera Plana”, un baluarte del periodismo serio, donde desarrolló un humor ligado a la política que en igual proporción convocaba a la risa y a la reflexión. Estas notas dieron luz a un estilo irreverente y transgresor que, poco después, alcanzó su plenitud cuando Adolfo Castelo inicia su trayectoria en la radio, su medio predilecto.Hacia 1968, condujo junto a Anselmo Marini y Jorge Vaccari, “Las ventajitas”, el primer programa radiofónico de humor absurdo. Entre los programas más destacados de su trayectoria radial se encuentran “Qué extraño es este mundo”, “Claves para bajarse de la cama”, ”Demasiado tarde para lágrimas” –como partenaire de Dolina– “Uno por semana”, “El ventilador”, “El tiburón blanco”, “Turno tarde” y “Mirá lo que te digo”. Su trabajo como productor de avisos comerciales y programas de televisión –“Videoshow”, “Cantaniño” y “Cha cha cha”, entre otros– lo acercó a Raúl Becerra con quien trabaría una larga amistad. Juntos idean “Semanario insólito” –con Virginia Hanglin y Raúl Portal– un ciclo que anticipó lo que sin duda fue una de sus máximas creaciones: “La Noticia Rebelde”. “La Noticia Rebelde” –donde compartía la conducción con Raúl Becerra, Carlos Abrevaya, Jorge Guinzburg y Nicolás Repetto (primero como ‘movilero’ y luego como conductor)– fue un programa que innovó radicalmente el periodismo televisivo. Iniciado apenas dos años del regreso de la democracia, en el programa se trataron temas y se expresaron opiniones impensadas en esos días. Con una mirada humorística, pero sin por ello resignar rigurosidad analítica y aguda, el ciclo puso en relieve que el absurdo es un componente importante de la realidad argentina. Su carácter transgresor incluso desacralizó al mundo periodístico lo que dio lugar a un nuevo formato informativo y humorístico que aún perdura. El programa, que se emitía por ATC, continuó hasta mediados del año 1989 y se levantó poco después de asumir Carlos Menem. A fines de los ’90 participa en “Día D Clásico”, el afamado programa de Jorge Lanata y hacia el 2000, encabeza “Medios locos”, por Canal 7, donde lo acompañaban Pacheco, Gisela Marziotta, Marcelo Gillespi y Mex Urtizberea. Adolfo Castelo, con su informalidad, su humor absurdo y sus lecturas simples de la realidad, forjó un lazo con su público pocas veces visto. Supo decir: “una dosis de humor ayuda a quitar el dolor” y creo que ese fue precisamente el efecto que logró, que todo fuese mucho más tolerable por la risa y el pensamiento que supo cultivar en todos nosotros.

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viernes, 26 de agosto de 2011

Julio Cortázar

Julio Cortázar


Julio Cortázar nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914, de padres argentinos. Llegó a Argentina a los cuatro años de edad. Pasó la infancia en Bánfield, un suburbio de Buenos Aires. En 1932 se graduó como maestro de escuela e inició estudios en la Universidad de Buenos Aires los que debió abandonar por razones económicas. Enseñó literatura francesa en la Universidad de Cuyo, Mendoza y renunció a su cargo por desacuerdos con el gobierno. En 1951 se trasladó a París donde trabajó como traductor independiente. En 1938 publicó, con el seudónimo Julio Denis, el libro de sonetos Presencia. En 1949 aparece su obra dramática Los reyes. Dos años después, en 1951, publica Bestiario. A partir de los años sesenta se difunden los textos que le dieron renombre internacional, las novelas: Los premios (1960), Rayuela (1963), 62/ Modelo para armar (1968) y Libro de Manuel (1973). Otros libros que incluyen relatos, cuentos y géneros híbridos (ensayos, crónicas, cuentos, mini-ficciones y textos humorísticos) son: Final de juego (1956), Las armas secretas (1959), Historias de cronopios y famas (1962), Todos los fuegos el fuego (1966), La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Último round (1968), Octaedro (1974), Alguien que anda por ahí (1977), Un tal Lucas (1979), Queremos tanto a Glenda (1980), Deshoras (1982). En 1984 recibió de manos de Ernesto Cardenal (poeta y entonces Ministro de Cultura de Nicaragua) la "Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío". Murió en París el 12 de febrero de 1984. Ese año en México se publicó el poemario Salvo el crepúsculo. A partir de 1986 han visto la luz las obras completas de Cortázar, incluso aquellas que habían permanecido inéditas. Su obra es un homenaje a la fantasía, el humor, la imaginación creadora y el manejo magistral del lenguaje.


El Cíclope

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

El encubridor

Ese que sale de su país porque tiene miedo,
no sabe de que,
miedo del queso con ratón,
de la cuerda entre los locos,
de la espuma en la sopa.
Entonces quiere cambiarse como una figurita,
el pelo que antes se alambraba
con gomina y espejo lo suelta en jopo,
se abre la camisa, muda de costumbres,
de vino, de idioma.
Se da cuenta, infeliz, que va tirando mejor,
y duerme a pata ancha.
Hasta de estilo cambia,
y tiene amigos que no saben su historia provinciana,
ridícula y casera.
A ratos se pregunta como pudo esperar
todo ese tiempo
para salirse del río sin orillas,
de los cuellos garrote,
de los domingos, lunes, martes, miércoles y jueves.
A fojas uno, si, pero cuidado:
un mismo espejo es todos los espejos,
y el pasaporte dice que naciste y que eres
y cutis color blanco, nariz de dorso recto,
Buenos Aires, septiembre.
Aparte que no olvida,
porque es arte de pocos,
lo que quiso,
esa sopa de estrellas y letras que infatigable comerá
en numerosas mesas de variados hoteles,
la misma sopa, pobre tipo,
hasta que el pescadito intercostal
se plante y diga basta.

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martes, 23 de agosto de 2011

Borges (1899 - 1986)

Jorge Luis Borges

24 de Agosto de 1899 – 14 de Junio de 1986


La Casa de Asterión

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
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lunes, 22 de agosto de 2011

Fogwill

Rodolfo Fogwill

Rodolfo Enrique Fogwill, más conocido como simplemente Fogwill, nació en Buenos Aires el 15 de Julio de 1941. Es sociólogo. Fue profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, editor de una legendaria colección de libros de poesía, ensayista y columnista especializado en temas de comunicación, literatura y política cultural. El cuento Muchacha punk, que recibiera el primer premio en un importante certamen literario en 1980, lo hizo abandonar su carrera empresaria y comenzar, según sus palabras, "una trama de malentendidos y desgracias" que lo llevaron a su actual "oficio", el de escritor. Textos suyos integran diversas antologías publicadas en Cuba, México, España y Estados Unidos. Según la crítica, Fogwill es "dueño de un estilo que se maneja con igual soltura en la ternura y en la ferocidad y que no tiene quién le gane en su capacidad de intimidar, irritar, seducir, imponer respeto." De él se ha dicho además que es "uno de los narradores más originales de América Latina (Julio Ortega); "un escritor violento y nato que debería ocupar el tan disputado lugar que dejó vacante Roberto Arlt" (Héctor Libertella). Fogwill falleció el 21 de Agosto del año 2010.

Entre sus obras:

• El efecto de realidad (1979). poemas
• Las horas de citas (1980). poemas
• Mis muertos punk (1980). cuentos
• Música japonesa (1982). cuentos
• Los Pychyciegos (1983). novela
• Ejércitos imaginarios (1983). cuentos
• Pájaros de la cabeza (1985). cuentos
• Partes del todo (1990). poemas
• La buena nueva (1990). novela
• Una pálida historia de amor (1991). novela
• Muchacha punk (1992). cuentos


Rodolfo Enrique Fogwill

"Los pasajeros del tren de la noche"

Nadie conoce bien cómo se inició. La primera noticia se supo un jueves, pero eso no demuestra nada: las cosas pudieron comenzar días o semanas antes de aquel jueves de diciembre cuando el mayorista de cigarrillos y el vendedor de diarios de la estación dijeron que volvían los soldados y que esa mañana, un jueves al comienzo del verano, ellos mismos, juntos, habían visto con sus propios ojos a Diego Uriarte bajando del tren que lleva los tarros de los tambos y trae los diarios del día anterior y los paquetes con los pedidos de los mayoristas. Jiménez del quiosco de revistas y Kentros, el cigarrero, contaron la noticia esa misma mañana y por eso en el pueblo se piensa que fue aquel día que comenzaron a volver, pero todo bien pudo haber comenzado antes, el día anterior, o el jueves anterior, en otro tren, o en el mismo tren, que es el que llega de madrugada y sale de la capital cuando oscurece y por eso lo llaman el tren de la noche. Que habían visto a Diego Uriarte bajar del tren de la noche, que vieron cómo se despedía de un montón de soldados que llenaban el segundo vagón y que cruzó el andén con otros dos también vestidos con ropa de soldado. Que uno de ellos debía de ser Miguel Sanders —cree Jiménez— y que al otro, uno negro y menudo, ninguno de los dos lo reconoció, ni Jiménez ni Kentros. Eso contaron. Los tres muchachos, desde la punta del andén, se despidieron de los que pasaban pegados a las ventanillas del vagón saludando y mirando con curiosidad las calles principales del pueblo que ya estaban iluminadas por el sol, aunque los faroles de la plaza de la estación y los reflectores de algunas vidrieras seguían encendidos. Que los tres muchachos recién vueltos se separaron enseguida y que tomaron cada uno para su lado: Uriarte, por la calle principal, hacia su casa, el morocho que no era conocido trepó el camino de la vía, se fue yendo para el lado de las quintas, y el otro, que Jiménez dijo debía de ser Miguel Sanders, cruzó los terraplenes y enfiló para el lado de la mina de cal. Kentros a ése no lo reconoció, pero bien pudo ser el muchacho de Sanders, porque los Sanders viven atrás de la loma blanca, pasando la mina de cal, y para llegar a la casa de la madre de Sanders hay que seguir hasta el final por el camino de las caleras. Y esa mañana comenzó todo. A saberse comenzó todo, pero bien pudo haber comenzado antes, días atrás o semanas atrás. Esa mañana se lo comentó mucho porque los dos que estaban en la estación esperando la llegada del tren reconocieron a Diego entre los tres soldados que volvían, y Diego Uriarte era un muchacho conocido por todos, porque era el hijo del patrón del buffet del Club Social donde funcionaba el casino, porque había sido capitán del equipo de básquet y campeón de paleta, y porque en el pueblo todos estaban convencidos de que Diego Uriarte había muerto en el frente hacía dos años y hasta le habían hecho unas misas. Por eso, más que por otra cosa, corrió la voz y todos se acuerdan de aquel día y suponen que los soldados comenzaron a volver aquel jueves 5 de diciembre. Claro que nadie le iba a contar a Diego que lo estuvieron dando por muerto y que le habían hecho misas. Él ha de haber llegado a la casa del padre, se habrá quitado para siempre la ropa militar y en medio de la alegría de la familia y de la impresión por verlo vivo y de vuelta nadie ha de haberle comentado nada y se habrá ido a dormir, cansado del viaje, contento de acostarse por fin en una cama limpia después de tanto tiempo. En el centro, en la vereda de la confitería y en las mesas de juego del Club Social recién se lo vio aparecer por la tarde del sábado, cuando ya todos conocían que estaba vuelto al pueblo y estaban empezando a olvidar la historia de los homenajes y las misas. Aunque después no pudo haber faltado alguien que por curiosidad, o por hacer un chiste, hablara de las misas con él, o con los otros que siguieron llegando. Con Sanders no. Los Sanders viven del otro lado de la sierra, más allá de la mina de cal, y casi nunca bajan a este pueblo; hacen compras en el almacén de campo de Santiago Nasar y para fiestas y para bailes se van al otro pueblo, donde la madre de Sanders tiene las hermanas. Pero a Diego Uriarte o a cualquiera de los que volvieron después, no les debe de haber faltado el curioso, o el bromista, que les hiciera entender que todos en el pueblo, hasta las madres mismas, los habían estado dando por muertos. Hay cuestiones de lógica: a la madre de Federico Ortiz le consta que recibió telegramas de pésame mandados del ejército, con los bordes del papel teñidos de negro, y que después le vino el cheque con la indemnización para cobrar en el Banco Provincia. Si no todas, bastantes madres han de haber recibido cheques o telegramas por los parientes muertos. Es lógico: tarde o temprano, la madre de Ortiz, o la de Uriarte —si también ella recibió telegramas o cheques— o cualquier otra madre que hubiera recibido cheques o telegramas, debió de hablar con el hijo de la cuestión, y más de una habrá andado pensando si la plata del cheque —unos pesos miserables— no tendría que devolvérsela al gobierno. Pero no consta que la madre de Ortiz ni alguna de las otras lo hayan hablado con los hijos, ni con los conocidos de ellas ni de los hijos. A la cuestión de los telegramas y los cheques se la callaron, tal como se callaron muchas cosas las madres. ¿O fue que adivinaban todo desde el comienzo? Al comienzo fue el tren del 5 de diciembre, el primer caso que se conoció, aunque todo bien pudo haber comenzado antes. Después, durante aquel verano, los trenes de la noche del miércoles, que llegan siempre entre las cinco y media y las seis menos cuarto de la mañana de los jueves, siguieron dejando soldados de vuelta y muchas madres de soldados, que sabían que a los hijos los iban licenciando, se ponían desde temprano en los andenes a esperar y esperaban, y después, cuando el tren seguía viaje trepando despacito la cuesta de la sierra baja, quedaban en el andén un montón de mujeres llorando alrededor de unos pocos soldados muertos de sueño. Todas llorando: unas por la emoción, porque acababan de recibir al hijo, otras porque se habían puesto a esperar que de ese tren bajara un hijo que no les había llegado. La guerra tiene esas cosas. Y las madres, que son tan resignadas para traer hijos al mundo y para servir a los hijos de ellas y a los hijos de otras, no pueden resignarse cuando les falta un hijo, y siguieron yendo al andén de la estación a esperar y esperar, muchas con los maridos, o con los otros hijos civiles o con las nueras y los nietos, y así los jueves desde temprano la estación se llenaba de gente esperando la llegada del tren de la noche. Aunque las últimas semanas, para marzo, o abril, cuando vino la época de las lluvias, muy pocas madres esperaban porque ya a casi todas les había vuelto el hijo. El último soldado llegó a fines de abril, solo. Fue Sergio Guebel, hijo de los judíos de la semillería. En la estación estaban nada más que la madre de él, unas vecinas, la chica que había sido la novia y Jiménez y Kentros, el cigarrero, que hablaban de la guerra con el padre de Sergio, y contaron que el viejo fumaba un cigarrillo atrás del otro en el andén, empapado por la lluvia, esperando. Parece que Sergio Guebel bajó desde el segundo vagón, besó a la madre que lloraba llorando también él, no tanto por encontrarse con la familia sino por despedirse de los soldados que venían en el vagón con él, que habían hecho con él toda la guerra juntos y seguramente se bajarían en otros pueblos, en los últimos ramales de este ferrocarril. A la madre de Guebel no le habían dado pésame ni cheque. En cambio le había llegado una carta del Comando con felicitaciones, porque el hijo, decía la carta, había tenido una acción heroica contra unos tanques. Ver después a Guebel, con su uniforme holgado y viejo, los borceguíes deslucidos, sin medallas y sin siquiera una jineta de cabo o de sargento, hacía pensar que el telegrama decía eso como pudo haber dicho cualquier otra cosa. “Con lo ocurrido, ¿quién puede creer en lo que dicen los telegramas?”, pregunta Rienzi, uno que vio a Guebel por esos días en los que anduvo por el pueblo vestido de soldado hasta que le compraron ropa nueva y lo pusieron a trabajar en la camioneta del padre llevando bidones con fertilizantes, bolsas de semillas y comida balanceada para chanchos. La guerra es una cosa llena de errores. En la batalla del 22 de agosto, por ejemplo, artillería necesitaba bombardear una fábrica Dupont clausurada donde los enemigos almacenaban municiones y remedios, y bombardearon otra fábrica, la Dinam, porque en el plano viejo de la ciudad que estaban tratando de ocupar figuraban equivocados los nombres de las fábricas. ¡Quién sabe cuántos que estaban trabajando en la fábrica habrán muerto por el error de un dibujante que copió mal la guía de la ciudad...! ¡Cientos o miles de personas inútilmente muertas por un error del mapa! El cañoneo de la fábrica Dinam es un ejemplo: tanta destreza de los artilleros y tanto estudio del viento, la distancia, la curva de inercia de los proyectiles y los telémetros y los goniómetros, para volver escombros una fábrica equivocada... Pero la gente se acostumbra, se amolda. Lo mismo en las ciudades grandes, como en los pueblos chicos y en los pueblos medianos como éste, se amolda. Cayetano Sain, que hizo una fortuna como revendedor de flores de las quintas, lo explica así: “Yo estaba tratando de dejar de tomar. Tomaba todo lo que quería en las comidas —tomaba vino— pero no probaba un vermut ni una gota de alcohol fuera de las comidas. Un sábado fui a la confitería, a la parte de atrás, y me senté en la mesa de Jesús Noble, otro de los soldados vueltos. Ya había pasado mucho tiempo de la época de las llegadas del tren de la noche, pero a Noble no lo había vuelto a ver. Lo saludé como si nada. Él estaba amistoso conmigo, pero también me saludó como si hubiéramos pasado nada más que una semana sin encontrarnos. Quién sabe fue casualidad, quién sabe él de tanto ver gente en la confitería pensó que me había vuelto a ver también a mí. Tomaba vino blanco, yo me prendí. A la segunda vuelta ya estábamos contando cuentos y hablando de pavadas. Creo que tomé como diez vasos de vino, que no me hicieron nada. Él tomaba a la par, igual que yo. Estaba medio borracho, le costaba levantarse de la mesa y al hablar medio se le trababa la lengua. Pero a mí fue como sentarme con cualquier otro, como si hubiera estado mi capataz Rogelio en vez de él en la mesa. Se hace una cosa natural... ahora me doy cuenta, es la primera vez que lo hablo... ni a mi mujer se lo conté, ni a Graciela, de tan natural que me pareció verlo...”. Porque las costumbres pueden más que cualquier otra cosa. Según Pugliese, el martillero, las costumbres siempre acaban ganando. Cuenta que un día estaba con su socio viendo una chacra y que Avelino, el socio, quería ir a visitar a un cliente, pero él tenía que volver a la ciudad, entonces le dejó el auto porque Quirós, otro de los soldados vueltos, le ofreció arrimarlo con su camión, un Scania. Dice Pugliese que se sentó en el Scania y que no se hubiera acordado de nada si no fuese porque notó que en el parabrisas, colgada de la visera que en el camión se usa para tapar el sol, había una medallita de la guerra, esas de níquel con Cristo Vencedor y la cara del General grabada. Dice que se acordó, y que por un momento hasta sintió impresión: “Acuérdense —dice— de que yo era de la comisión del templo, así que estuve en todas las misas, contando la de él, la de Quirós”. Pero Pugliese se entretuvo tanto hablando con Quirós sobre radios y radioaficionados que se olvidó de todo enseguida y era como si el que manejaba el Scania fuese su propio socio, Avelino, y no un soldado vuelto. “Y ojo, que yo ya sabía por la comisión de la parroquia de lo que había pasado en los otros pueblos...”, aclara Pugliese. Aunque uno sepa todo, lo que más pesa es lo que hacen los otros: lo que los otros le colocan frente a los ojos es la verdad y lo demás no cuenta. Hasta Torraga, que no quería que su hija se casara con Horacio, un soldado vuelto con el que había ennoviado de chica, lo reconoce: “No es que pensara que mi chica no lo quería, o que el muchacho fuera malo. Pero cuando Horacio, que venía siempre a casa, me pidió de casarse con ella, le dije que lo necesitábamos pensar, porque yo ya había visto que la hija de Orlando se había casado con uno de los vueltos hacía tres años y no había tenido hijos. Y la partera, la viuda del doctor Álvarez, que después se casó con ese otro soldado vuelto, Márquez, hacía dos años que quería encargar y no quedaba, y eso que era partera. Era por ese miedo, no por desprecio del muchacho, por lo que le dije que lo tenía que pensar. Pero hoy en día nadie puede oponerse a que los jóvenes se casen, y si el padre se opone, es peor, se encaman en los moteles de la ruta, y los sábados cuando uno pasa por ahí los ve llenos de gente joven que va en los autos de los padres y uno mira la fila de coches estacionados y ya sabe quiénes son los que están ahí revolcándose entre las sábanas podridas...”, dice el vasco Torraga. Así son las costumbres y la gente se amolda, y más que lo que cada uno puede saber importa lo que los demás le muestran. Ahora se acepta que los jóvenes saquen el auto de los padres y se vayan con las chicas del pueblo al motel de la ruta, a medianoche, los viernes y los sábados, y a los mismos que cuando estaban de novios con la que ahora es su mujer ni se les hubiera cruzado la idea de hacer esas cosas dejando el auto a la vista de todos, frente a la ruta, ahora permiten que las hijas vayan al motel como quien va a la plaza. Y un hombre como Pugliese, que estuvo en la misa que le hicieron a Quirós y hasta Avelino sabe perderse las noches jugando al póquer con Diego Uriarte, que no se casó y es un timbero empedernido que derrocha en las mesas todo lo que durante el día se gana atrás del mostrador, en el buffet del mismo club. Tampoco ellos han hecho nada para llamar la atención. Nadie habla de que hayan disimulado, pero tampoco se ha visto que naciera de ellos algo que llamara la atención de la gente, como si ellos mismos hubiesen sabido —tal vez sabían— que con el tiempo todo el pueblo daría por natural tenerlos con ellos, a fuerza de amoldarse. Alguna vez se los ve juntos, de a dos, de a tres, por esas casualidades que suceden. Marina Echagüe una vez fue a la carrera de autos para llevar a los alumnos del instituto y vio que en la curva, donde la mayoría de los muchachos jóvenes quiere ponerse para ver cómo los autos preparados entran a toda máquina, clavan los frenos, rebajan a segunda y salen derrapando, estaba Federico Ortiz y que cerca de él estaba Diego Uriarte con una barra de hombres del Club Social, y que a un paso de allí también estaba Juan Molina, que era otro de los muertos de la guerra. Tal vez fuera casualidad, pero dice Marina que cuando la gente se adelantó para sacar el coche de Rubolino que se había ido contra los alambrados, los cuatro —Diego, Juan, Federico y Rubolino— quedaron juntos hablando entre ellos como amigos. Hay veces —fiestas de bautismos, inauguraciones de negocios, casamientos— en las que en un lugar cerrado se encuentran dos o más de ellos, y entonces no ha de faltar quien los mire hablar y divertirse entre ellos y vuelva a pensar. Mucho se pensó cuando se supo que esto no había pasado en otros pueblos. La noticia llegó por gente de la parroquia, que fue a una asamblea en Coronel Insúa, habló el tema y los de Insúa se asombraron, y entonces se pusieron a averiguar y todos terminaron sabiendo que nada más a este pueblo habían vuelto todos los soldados. En esos días dio ganas de mirar qué hacían ellos, si cabildeaban juntos, o comentaban entre ellos algo, pero nadie les notó nada diferente. Una vez más —se ve— confiaron en que con el tiempo también el hecho de que esto nada más ocurriera en el pueblo se iba a olvidar. Y tuvieron razón, porque con los años todo se olvidó. En un tiempo en el que muchas parejas se ponen a edificar casas, a hacer viajes afuera, y pasan la noche en fiestas para copiarse las costumbres y hacerse ver la ropa y mirarles a los otros la ropa o las cosas nuevas que siempre estrenan, las parejas sin hijos son cada vez más comunes y no es raro que ellos, que no son más que una parte de tantas parejas sin hijos que se la pasan mostrándose la ropa, tampoco tengan hijos. Total, chicos siempre siguen naciendo. Los que nacieron el verano cuando la vuelta de soldados comenzó, deben de andar ahora por los diez años y seguro que no saben nada de ellos. Para estos chicos, todo lo de la guerra es un cuento de viejos y cuando hablan con uno de ellos, cuando por caso los sobrinos de Ortiz o de Vigliani se quedan con el tío, juegan como si estuvieran con cualquier otro y los tíos los alzan en brazos, o los llevan al circo, a la calesita o al cine cuando hay películas permitidas como cualquier tío del pueblo se ocupa de pasear a los sobrinos chicos. Así estas criaturas crecen sin saber nada, iguales que los grandes, que saben, pero que andan por ahí sin darse por enterados de lo que estuvo pasando todos estos años. Por eso nadie los va a enterar, y los chicos van a crecer, van a vivir, van a hacer otros hijos y se van a morir sin saber estas cosas, aunque muchos se las escriban y las guarden para ver si pasados los años a alguien le pueden interesar. Morizzi es profesor en el colegio: llegó como suplente por unos meses, se entusiasmó y se quedó en el pueblo. Tiene diploma de filosofía, le gustan las letras y se pasa los días libres y las vacaciones juntando escritos de la gente y armando los concursos de la secretaría de cultura del municipio. Él puede confirmar esta impresión de que los chicos de ahora nunca van a saber lo que pasó. “Es —dijo una noche en el bar— como con los peces: podrán saber de todo, pero lo último de lo que un pez se entera es de que vive en el agua...”
—Hasta que alguien lo pesca... —razonó el turco.
—Claro —contestó él—, pero entonces ya es un pescado, y bien de poco le va a servir saber que se pasó la vida en el agua... Cuando no hay viento, en las noches sin viento de verano, y también en invierno, antes de las tormentas, desde cualquier lugar de la ciudad se puede oír el paso de los trenes. A las doce pasa el Norteño, iluminado, porque siempre va llevando turistas de lujo que justo en el momento de cruzar por el pueblo están de sobremesa en el gran coche comedor. A la una y media pasa el Rápido, un tren de carga que viene vacío y que a pesar del nombre pasa despacito para enganchar sin riesgo el cambio de las vías. A las cuatro está el Mixto, que sale a las seis de la tarde desde la capital, con vagones de carga y otros de pasajeros. Ése no para en el pueblo, pero el guarda saluda hamacando el farol verde y colorado cuando cruza por la casilla del señalero que le hace los cambios. Todo el pueblo conoce y sabe oír esos trenes y a veces da el temor, al despertar sobresaltado a medianoche, de que un tren que llega de repente no sea el Norteño, ni el Mixto ni el Carguero de las cuatro, y pueda ser un tren nuevo, viniendo en dirección contraria, y se pare en el pueblo soltando un largo pitido triste y vaya arrancando despacio, como con sueño, camino de la capital, y se los lleve a todos, otra vez, para siempre.


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Monteagudo

Monteagudo, pensador de la Revolución


Nacido en Tucumán en 1789, estudio abogacía junto a Mariano Moreno y Juan José Castelli. Diseñó ideas que dieron sustento a la emancipación. San Martín adoptó sus conceptos más radicales.

Felipe Pigna. Historiador

Bernardo de Monteagudo nació en Tucumán el 20 de agosto de 1789, un mes después de que estallara en París la que pasaría a la historia como la Revolución Francesa. Estudió en Córdoba y luego, como Mariano Moreno y Juan José Castelli, en la Universidad de Chuquisaca (actual Bolivia) donde en junio de 1808 se graduó como abogado. Mientras Napoleón invadía España y tomaba prisionero al rey, Monteagudo escribía el "Diálogo entre Fernando VII y Atahualpa", una irónica sátira política en la que ambos monarcas se lamentaban de sus reinos perdidos a manos de los invasores. El 25 de mayo de 1809 fue uno de los promotores de la rebelión de Chuquisaca contra los abusos de la administración virreinal y a favor de un gobierno propio, que sería la chispa de la Revolución que estallaría un año después en Buenos Aires. La represión fue terrible y Monteagudo fue a dar con sus huesos a las mazmorras coloniales de las que pudo fugarse en noviembre de 1810 para ponerse a disposición del ejército expedicionario, que al mando de Castelli había tomado la estratégica ciudad de Potosí. El delegado de la junta, que conocía los antecedentes revolucionarios del joven tucumano, no dudó en nombrarlo su secretario. La dupla empezó a poner nerviosos por igual a realistas y saavedristas que veían en ellos a los "esbirros del sistema robespierriano de la Revolución francesa".

El Alto Perú tenía una doble connotación para hombres como Monteagudo y Castelli. Era sin duda la amenaza más temible a la subsistencia de la revolución y era la tierra que los había visto hacerse intelectuales. Fue en las aulas y en las bibliotecas de Chuquisaca donde Mariano Moreno, Bernardo de Monteagudo y Juan José Castelli habían conocido la obra de Rousseau y fue en las calles y en las minas del Potosí donde habían tomado contacto con los grados más altos y perversos de la explotación humana. Allí también se habían enterado de una epopeya sepultada por la historia oficial del virreinato: la gran rebelión de Tupac Amaru. Fueron los indios los que les hicieron saber que hubo un breve tiempo de dignidad y justicia y que guardaban aquellos recuerdos como un tesoro, como una herencia que debían transmitir de padres a hijos para que nadie olvidara lo que los mandones querían borrar para siempre. El 14 de diciembre de 1810, Castelli firmó la sentencia que condenaba a muerte a los enemigos de la revolución y principales ejecutores de las masacres de Chuquisaca y La Paz recientemente capturados por las fuerzas patriotas. Tras la ruptura unilateral de la tregua, el 20 de junio de 1811 el ejército español lanzó un ataque fulminante cerca de Huaqui. El desastre fue total. Pero aquellos hombres no se daban por vencidos. Quizás en aquellas noches de charlas interminables en los valles andinos haya nacido el plan político que los morenistas sobrevivientes a la represión expondrían en la Sociedad Patriótica, y es muy probable que Bernardo de Monteagudo haya esbozado las primeras líneas del proyecto constitucional más moderno y justo de la época y que publicaría en La Gaceta de Buenos Aires meses después. Allí decía el tucumano: "La obligación de los tribunos será únicamente proteger la libertad, seguridad y sagrados derechos de los pueblos contra la usurpación, el gobierno de alguna corporación o individuo particular". Castelli fue enjuiciado y obligado a bajar a Buenos Aires para ser juzgado por la derrota de Huaqui y por su conducta calificada de "impropia" para con la Iglesia católica y los poderosos del Alto Perú. Ningún testigo confirmó los cargos formulados por los enemigos de la revolución. La nota destacada la dio el testigo Bernardo de Monteagudo quien preguntado: "Si la fidelidad a Fernando VII fue atacada, procurándose inducir el sistema de la libertad, igualdad e independencia. Si el Dr. Castelli supo esto", contestó con orgullo en homenaje a su compañero: "Se atacó formalmente el dominio ilegítimo de los reyes de España y procuró el doctor Castelli por todos los medios directos e indirectos propagar el sistema de igualdad e independencia".

El 13 de enero de 1812 Monteagudo participó de la fundación de la Sociedad Patriótica y comenzó a dirigir su órgano de difusión, El Grito del Sud. La Sociedad Patriótica, junto a la recién fundada Logia de Caballeros Racionales (mal llamada Logia Lautaro) con San Martín a la cabeza, participará el 8 de octubre de 1812 del derrocamiento del Primer Triunvirato y la instalación del Segundo que convocará al Congreso Constituyente que conocemos como la Asamblea del año 13, en la que Monteagudo participará como diputado por Mendoza. Por aquellos días escribía en La Gaceta: "Si es posible reducir a un solo principio todas nuestras obligaciones, yo diré que la principal es emplear el tiempo en obras y no en discursos. El corazón del pueblo se encallece al oír repetir máximas, voces y preceptos que jamás pasan de meras teorías y que no tienen apoyo en la conducta misma de los funcionarios públicos". Al producirse la caída de Alvear, Monteagudo es desterrado. Residió en Londres, París y Burdeos. Pudo regresar al país en 1817 cuando San Martín lo nombró Auditor de Guerra del ejército de los Andes con el grado de Teniente Coronel. Tendrá el honor de redactar el Acta de la Independencia de Chile que firmará O'Higgins el 1 de enero de 1818. A comienzos de 1820, participó de los preparativos de la expedición libertadora al Perú colaborando estrechamente con San Martín quien lo nombrará, poco después de entrar en Lima, su ministro de Guerra y Marina y posteriormente ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. Muchas de las medidas más radicales tomadas por San Martín fueron impulsadas por Monteagudo. Tras el retiro de San Martín luego de la entrevista de Guayaquil, Bolívar lo incorporó a su círculo íntimo y le confió la tarea de preparar el Congreso que debía reunirse en Panamá para concretar la ansiada unidad latinoamericana. Pero entre la gente más cercana a Bolívar había importantes enemigos de Monteagudo, como el secretario del Libertador, el republicano José Sánchez Carrió, que desconfiaba del tucumano porque lo creía un monárquico. La noche del 28 de enero de 1825 iba con sus mejores ropas a visitar a su amante, Juanita Salguero, cuando fue sorprendido frente al convento de San Juan de Dios de Lima por Ramón Moreira y Candelario Espinosa; este último le hundió mortalmente un puñal en el pecho. Según distintas versiones nunca confirmadas, el instigador del crimen fue Sánchez Carrió, quien poco tiempo después murió envenenado.
Terminaba así una vida intensa, la de uno de los más notables pensadores de la revolución, la vida de un hombre de pensamiento y de acción que había escrito: "Sé que mi intención será siempre un problema para unos; mi conducta, un escándalo para otros y mis esfuerzos, una prueba de heroísmo en el concepto de algunos. Me importa todo muy poco y no me olvidaré de lo que decía Sócrates: los que sirven a la Patria deben contarse felices si antes de elevarles altares no les levantan cadalsos".
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martes, 9 de agosto de 2011

Osvaldo Soriano

Aquel peronismo de juguete

Osvaldo Soriano
Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una mu¬ñeca para las chicas. Para mi padre eso era una ver¬güenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía "Perón cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿Quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdi¬das y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajo. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mien¬tras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi prime¬ra paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.
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"No es posible quedarse a contemplar el ombligo de ayer y no ver el cordón umbilical que aparece a medida que todos los días nace una nueva Argentina a través de los jóvenes. No se lamenten los viejos de que los recién venidos ocupen los primeros puestos de la fila; porque siempre es así: se gana con los nuevos."

de

Pensamiento vivo

“La falsificación (de la historia) ha perseguido precisamente esta finalidad: impedir, a través de la desfiguración del pasado, que los argentinos poseamos la técnica, la aptitud para concebir y realizar una política nacional. Mucha gente no entiende la necesidad del revisionismo porque no comprende que la falsificación de la historia es una política de la historia, destinada a privarnos de experiencia que es la sabiduría madre.”
(...) “Pero se sigue adoctrinando sistemáticamente en la enseñanza de la historia para lo cual los réprobos son los que defendían la soberanía y los próceres los que la traicionaban para fines institucionales.”
(...) “Ese es el gran problema argentino: es el de la Inteligencia que no quiere entender que son las condiciones locales las que deben determinar el pensamiento político y económico.”

“El arte de nuestros enemigos es desmoralizar, entristecer a los pueblos. Los pueblos deprimidos no vencen. Por eso venimos a combatir por el país alegremente. Nada grande se puede hacer con la tristeza”
"Todos los sectores sociales deben estar unidos verticalmente por el destino común de la Nación (...) Se hace imposible pensar la política social sin una política nacional."

Arturo Jauretche

13 de noviembre de 1901 / 25 de mayo de 1974

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