Antonio Di Benedetto
2 de Noviembre de 1922 – 10 de Octubre de 1986
Antonio Di Benedetto nació en Mendoza el 2 de noviembre de 1922. Luego de cursar algunos años de abogacía, se dedicó al periodismo. El gobierno de Francia lo becó para realizar estudios superiores en esa especialidad. Como periodista fue subdirector del diario `Los Andes`, y corresponsal del diario `La Prensa`.
En 1953 publicó su primer libro, Mundo animal, con el que inició su brillante carrera de escritor cuya cima fue la novela Zama, acaso una de las más grandes novelas de la literatura argentina.
Antonio Di Benedetto recibió numerosos premios y distinciones por su labor: el gobierno italiano lo condecoró como caballero de la Orden de mérito en 1969, en 1971 la medalla de oro de Alliance Française, en 1973 fue designado miembro fundador del Club de los XIII, y un año después recibió la Beca Guggenheim. Di Benedetto ocupa un destacado lugar en la narrativa contemporánea argentina. Para ello lo acreditan su personalísimo estilo, su capacidad de crear personajes vivos, su facultad inventiva, su aguda captación sensorial y su activa intencionalidad poética de remodelador del mundo.
En Zama, alcanzó su culminación el realismo profundo de Di Benedetto, fuerte, cruel, incisivo, supera las apariencias de las cosas y acoge en su seno los productos de la más pura fantasía creadora. En 1976, pocas horas después del golpe militar del 24 de marzo, Di Benedetto fue secuestrado por el ejército. Creo que nunca estaré seguro que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosa de las torturas`, diría años más tarde. Humillado, golpeado y destrozado anímicamente, fue excarcelado el 4 de septiembre de 1977 y se exilió en Estados Unidos, Francia y España. Regresó definitivamente a la Argentina en 1985. Murió víctima de un derrame cerebral el 10 de octubre de 1986 en Buenos Aires.
Aballay (Fragmento final)
...de Antonio Di Benedetto
Después de unos cien años de rivalizarse, ninguno ganó en morirse. Los dos quedaron sin gestos justito en el mismo instante, y se secaron de a poco. Después se desmenuzaron como un par de panes viejos.
No pasó sin huella para el montado esta fantasía de la noche: le marcó ondas graves de desabrimiento y melancolía. Siempre piensa en el gurí que le hincó la mirada. Pasan años. Un día se encuentra con esa mirada. Sabe que el niño, hecho hombre, viene a cobrarse. Lo ha seguido el mozo. Lo topa en el cañaveral. Podría parecer un santón de poca edad, en digno caballo.
Trae templados los ojos, pero decididos. Igual que Aballay, está en harapos.
Le comunica:
- Lo he buscado.
- ¿Mucho tiempo?
- Toda mi vida, desde que crecí. No pregunta, afirma:
- Conoció a mi padre.
Sería ocioso preguntarle quién es él y quién era su padre.
Le pide:
- Señor, eche pie a tierra.
Aballay decide que tampoco por este motivo puede. Además, esta rumiando que no debe revelar el porqué: parecería un disimulo del miedo. Como demora en su cavilación, padece que el otro lo apure.
- Señor, he venido a pelearlo.
Aballay hace un gesto sereno, que muestra conformidad, y el joven resume:
-Sé que tiene fama de que no se baja nunca del caballo. Tendré que bajarlo. Le ofrecía, no más, la ocasión de un frente en que los dos pisemos firme. Si usted no la quiere, me acomodaré a su modo.
Lentamente, del dorso desenvaina el facón cruzado, que es largo como la búsqueda que ha terminado.
Ágil y rápido, Aballay se inclina pronunciadamente y con incisión certera y enérgico forcejeo corta una caña gruesa y poderosa como de más de un metro. Toma posición, con ella en ristre igual que lanza y ya ha guardado en la faja la hoja triangular del cuchillito.
El desafiante se asombra:
- ¿No tiene cuchillo que valga?... ¿Ni ese cortón piensa usar?
Pero ni más palabras usa Aballay, aguarda. No quiere matar, pero opondrá defensa.
Luchan. Con la caña hostiga y lastima superficialmente. Busca herirle la mano que empuña el arma, para que la suelte. El contendor lo pasa a la carrera, por el costado, bajando planazos que aciertan y escuecen. Vuelve y suelta un mandoble de partir la cara. Aballay esquiva y lo que corta el facón es la caña, formándole un chanfle perfecto. Aballay, por instinto, la mantiene rígida y no afloja. Con el extremo por ese azar afilado, la caña se incrusta en la boca del retador que atropella, y se la destroza. Resbala, manoteando inútilmente el pretendido sostén de las riendas. Desde arriba, Aballay lo estudia, un segundo. No ha cometido lo que no quería: matar otra vez. Compasión y náusea le causa la efusión de sangre que ahoga los ayes y enturbia el bramido. Desmonta a dar socorro y llega hasta el vencido, pero lo bloquea su ley: no bajar al suelo, y lo ha hecho. Angustiado, levanta la mirada, para consultar, y por su cuenta resuelve que en esta ocasión será justo que permanezca todo lo que haga falta. El instante de vacilación basta para que el vengador, de abajo, alce la punta del cuchillo y le abra el vientre. Aballay cae, perdiendo aceleradamente las energías, y lo que se embota primero es el sufrimiento de la cortadura. Alcanza a saber que su cuerpo, ya siempre, quedará unido a la tierra. Con el pensamiento velado, borronea disculpas: "Por causa de fuerza mayor, ha sido...". Aballay, tendido en el polvo, se está muriendo, con una dolorosa sonrisa en los labios.