Pero el “Negro” escapaba a esas definiciones de ocupaciones. En una oportunidad, se le escuchó decir: “De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nóbel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: ‘me cagué de risa con tu libro’”.
Boogie El Aceitoso, Inodoro Pereyra y el perro Mendieta fueron algunas de sus creaciones más reconocidas, tanto en Argentina como en otros países iberoamericanos. Tampoco quedó afuera de sus obras su pasión deportiva y así fue que creó cuentos como “19 de diciembre de 1971”, que se ha convertido en un clásico de la literatura futbolística argentina. Durante las décadas de los años ’70 y ’80, a Fontanarrosa podía vérselo con frecuencia en el bar “El Cairo”, sentado en la ya mítica “mesa de los galanes” que fue escenario de varias de sus mejores historias. En los ’90 esa histórica mesa se trasladó al bar “La Sede”, hasta que el anterior punto de encuentro reabrió sus puertas. En noviembre de 2004, Fontanarrosa fue expositor en el III Congreso de la Lengua Española que se desarrolló en Rosario donde brindó una inolvidable charla titulada “Sobre las malas palabras”. Un año antes, el humorista había recibido un terrible diagnóstico: esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad que lo obligó a desplazarse desde 2006 en silla de ruedas. Pero el 2006 también fue digno de destacar en la vida de este humorista: en abril, el Senado le hizo entrega de la Mención de Honor Domingo Faustino Sarmiento por su gran trayectoria y sus importantes aportes a la cultura argentina. En diciembre, fue reconocido en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara con “La Catrina”, una distinción que se entrega, año tras año, en el Encuentro Internacional de Caricatura e Historieta. Con resignación e impotencia, los seguidores del “Negro” se enteraron, el 18 de enero de 2007, que el ídolo dejaría de dibujar sus historietas por haber perdido por completo el control de su mano derecha. Sin embargo, todavía le quedaban fuerzas y ganas para continuar escribiendo los guiones para sus personajes. Lamentablemente, su mal no le dejó mucho tiempo para seguir viviendo: el 19 de julio de ese mismo año, su vida se apagó cuando tenía 62 años. Su carrera literaria dejaría tres novelas y libros de cuentos como “El mundo ha vivido equivocado”, “El mayor de mis defectos”, “Uno nunca sabe”, “La mesa de los galanes”, “Puro Fútbol”, “Usted no me lo va a creer” y “El rey de la milonga”.
Viejo con árbol
Roberto Fontanarrosa
Roberto Fontanarrosa
A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
— ¿No vino la hinchada? ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá bromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referíí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado. Música dijo después, mirándolo de nuevo.
Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno... Eso, eso es la escultura...
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero... —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
— ¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
— ¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—... ¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—...Eso es el fútbol.
El monito
A Osvaldo Ardizzone
Llore Monito, llore. Usted puede. A usted se le permite que no es vergüenza llorar cuando las lágrimas tienen la pureza recóndita de aquello que llega desde el corazón que no quiere aflojar ante terceros. Tal vez, pibe, tal vez Monito, son las mismas lágrimas que, años atrás, no tantos quizás, usted tuvo que enjugar con el revés de la mano sucia de tierra en el fondo de la casita del patio con geranios y malvones de barrio Arroyito. Tal vez son las mismas lágrimas vertidas por la rabia, la impotencia, la vergüenza, ante el coscorrón justiciero de su viejita laburante cuando usted no llegaba a la hora establecida para tomar la leche.
¿Cómo iba a entender su madre, Monito, aquel cariño entrañable por la pelota de fútbol, que lo mantenía lejos de la casa, demorado, en ese romance infantil con la de cuero, en los yuyales sabios del campito que no sabía de redes ni de cal, tras de la vía? ¿Cómo podía entender su viejo, pibe, su viejo, don Telmo, el genovés terco de canzonetta y nostalgia, su noviazgo purrete con la de gajos y ese lenguaje dulcemente nuestro de los túneles, la pisada, el chanfle, los taquitos y la rabona? Porque no era, no, una piba quinceañera, rubia y pizpireta, de ojos celestes como los de la pulpera de Santa Lucía, lo que a usted le impedía volver en el horario, a gritos reclamado por su madre. No era, no, Monito, el despertar púber del primer amor enredado en los últimos giros de un trompo o en la galleta enojo sa del hilo de un barrilete, el que lo hacía terminar los deberes de la escuela a las corridas y escapar luego, gorrión ansioso, pájaro encendido, hacia la complicidad abierta de la calle, el griterío alborozado de los pibes y el llamado seductor de un taconeo. No Monito, lo suyo era más simple, como son simples las cosas que nacen del corazón y eluden las frías especulaciones de la mente. No. Lo suyo era tan sólo la caricia tierna de la capellada de su botín zurdo en la pelota, el toque, la volea, la suela que aprieta el fútbol indócil y lo convence, lo persuade, lo amaestra. Lo suyo era el amague, el pique corto, el freno seco, y el pecho amigo para que allí se durmiera la bella amada cuando caía desde el cielo como un globo cansado de volar sin rumbo cierto. ¡Mire qué fácil, pibe, que era aquello! De la misma forma en que el amor, el puro amor, se presenta, florece y crece como una flor nocturna, como un clavel del aire brotado en la luminosidad escasa de un pasillo, así creció en usted el sortilegio. Nadie le enseñó, como no se enseña el dolor ni la paciencia, ni se sabe de dónde surge el gusto por silbar o el de hablar bajo. Usted ya lo traía impreso, se lo digo, quizás desde el fondo de la historia de ese barrio que ha visto nacer a tantos ídolos y guarda en el aire la vibración, el eco, el reverbero de mil goles gritados en la tarde, atronando el cemento, quebrando la quieta y asombrada calma de su río. O lo aprendió como se aprenden estas cosas, mirando a los demás, tratando de atrapar con ojos asombrados el misterio metafísico del chanfle, la secreta ley física que hace que el balón vaya hacia allá y dé una vuelta. Por eso, por todo eso, pibe, no se inquiete si lo ven aflojar y su mirada se empaña como el cristal de una ventana cuando recibe el tamborileo sonoro de la lluvia. No. Llore Monito, llore. Usted puede. A usted se le permite.
Así lo soñó usted tal vez, un día, allá, aferrado a la alomhada confidente de su cama, en la casita del patio con geranios y malvones, alguna de esas noches de verano cuando el calor aprieta y el sueño viene: Ya está el mago de varita presta. Ya está el ilusionista sutil que hace creer en cosas que no existen y miente que en el dorso de su mano se ocultan pañuelos, palomas y barajas. Está en el medio de la cancha y su eterna enamorada, la pelota, parece que se ha ido y está inmóvil, simula emprender vuelo y no se aleja, o bien hace creer que se le escapa pero vuelve bajo la presión apenas ruda de la suela. Ahora el estadio enmudece, el mago muestra el juego. El Monito arranca y empieza el toque, el pelotazo sabio, el amague que argumenta una cosa y dice otra. De la zurda precisa del insider brotan conejos, luces multicolores, toques lujosos, las dos cortas sabidas y una larga, la cabeza alta, el ojo inquieto. El público se deleita. Ya la metió de nuevo bajo el pie, la mostró, “ahí la tenés, es tuya” ha dicho, pero no está más, la sacó, la puso en otro lado, la cambió de lugar, la amarreteó de nuevo. Allá está el compañero, el wing derecho, no lo ha visto, pero gira y le pone el pelotazo desde cuarenta metros, en el pecho. Sólo faltan los clarines, los clarines, las fanfarrias, el galope incesante de los corceles blancos girando en torno de la cancha y las ecuyères de pie sobre sus ancas.
Así lo soñó usted, tal vez, un día, Monito. Ya el espectáculo termina y, a pesar de la magia del insider, a pesar de sus moñas y regates, pibe, a pesar de las cuatro pelotas de gol que usted puso en los pies del centrofoward, el partido se agosta en la chatura aburrida del empate. Pero faltaba, nomás, la carcajada. El cierre magistral, la pincelada justa que el artista deposita por fin sobre la tela e ilumina el azul, aviva grises y ruboriza la macilencia de los sepias. Faltaba nomás, la carcajada. Ese balón que llega de atrás, como un balazo. El pecho receptor del entreala tan afecto a refrenar, mullido, el rebote previsto de la bola. Ya empieza la danza, el giro sobre un pie para enfrenta el arco y el resbalar mansamente de la globa del pecho a la rodilla y de allí al suelo. Allí, en la temible ferocidad del área, allí, donde la puerta de las dieciocho se convierte en muralla pertrechada, donde hay piernas, codos, tapones alevosos y guadaña, allí la puso en el piso el entreala. Allí, en esa media luna, en lo que algunos llaman la empanada, allí donde uno se olvida de la novia, del primer amor, de lo aprendido en la'escuela, de la Vieja, “vení conmigo” le dijo el Monito a su amiga del alma. Y se metió en el área con pelota dominada.
No sé si hubo un caño o fueron cuatro. Quebró la cintura, pisó el cuero, pareció en un momento que pateaba, se le vinieron dos, se cerró el cuatro pero el Monito la llevaba atada.
Tal vez ya no me acuerdo, decime vos si miento, pero quedó frente al arquero y la puso en un rincón, de cachetada. No el cachetazo mordaz, el del reproche, sino el empujón cordial, el que te aprueba, la palmada que se le da a un pibe y se le dice “cruzá que yo te miro”. La pelota entró pidiendo permiso y ni tocó la red de puro cauta. Luego, el pibe se fue hasta su tribuna y adentro de su puño apretó el gol, lo abrió de golpe y fue otra vez paloma y carcajada.
Llore Monito. Así lo soñó usted tal vez un día, en la casa de malvones y geranios del barrio Arroyito. Y se quedó en sueño nomás, no se dio nunca.
—¡Tan bueno que parecía de purrete! Nunca llegó a jugar ni en la tercera. Y en el equipo que se arma en la oficina a veces lo ponen un rato y otras, nada. Está gordo, pibe, algo pelado. Y me han dicho que ni va a la cancha.
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