de La Muerte y otras Sorpresas
El otro yo – 1950 -
Se trataba de un muchacho corriente: ... en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos en la nariz, roncaba en la siesta,...
Se llamaba Armando. Corriente en todo, menos en una cosa... tenía “otro yo”...
El “otro yo” usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su “otro yo” y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el “otro yo” era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando se despertó el “otro yo” lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al “otro yo”. Esta no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del “otro yo” fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero en seguida pensó que ahora si podría ser íntegramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: - Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte, tan saludable –
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír, y al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el “otro yo”.
La Noche de los Feos - 1966
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido, desde los ochos años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por lo que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizás eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaba de a dos, pero además eran auténticas parejas: Esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos – de la mano o del brazo – tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendedura de su pómulo con la garantía del desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aún en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca, bien formada. Era la oreja del lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro, y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos espantajos. Quizás debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto que suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé uno metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés, pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
- ¿Qué está pensando? – pregunté –
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
- Un lugar común – dijo – tal para cual.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente a la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
- ¿Usted de siente excluida del mundo, verdad?
- Si, dijo... todavía mirándome
- Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.
Por primera vez no pudo sostener mi mirada
- Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad ¿sabe? De que usted y yo lleguemos a algo.
- ¿Algo como qué? – preguntó -
- Como querernos caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
- Prométame no tomarme como un chiflado
- Prometo
- La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?
- No
- ¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
- Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca
Levantó la cabeza y ahora si me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
- Vamos – dijo
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me trasmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso, no éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco del horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad, mis dedos, (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba, de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
Su amor no era sencillo
de Despistes y Franquezas
Los detuvieron por atentado al pudor.
Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse.
En realidad, su amor no era sencillo.
Él padecía claustrofobia, y ella agorafobia.
Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.
Mucho gusto
Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar, al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego de temas varios y no siempre racionalmente encadenados.
Al parecer el flaco era escritor; el otro un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba “el sencillo privilegio de poder escribir”.
- No crea que es algo tan estupendo – dijo el flaco -, también hay momentos de profundo desamparo, en los que uno llega a la conclusión de que todo lo que ha escrito es una basura. Probablemente no lo sea, pero uno asó lo cree. Mire, sin ir más lejos, no hace mucho junté todos mis inéditos (o sea el trabajo de varios años), llamé a mi mejor amigo y le dije “mirá, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es demasiado doloroso destruirlo. Así que hazme un favor: quémalo. Júrame que lo vas a quemar”. Y me lo juró
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato en silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
- Oiga don – dijo sin pestañar – hace rato que hablamos y ni siquiera nos hemos presentado. Mi nombre es Ernesto Chávez viajante de comercio – y le tendió la mano.
- Mucho gusto – dijo el literato – oprimiéndola con sus dedos huesudos. Franz Kafka... para servirle.